martes, 5 de julio de 2011

La columna de Noemí Carrizo. Exclusivo para Radio Capital del Sur

Sola en la multitud
Cerré la puerta y retiré la llave para que fuera más fácil forzarla desde afuera…por si me moría. Fue mi más punzante aguijón de soledad. Soy aún joven y sana; con afectos, tarea, proyectos, ideales. ¿Qué circunvalación de mi memoria emotiva me había derribado el ánimo? El celular con mi hija preguntándome cómo había llegado me despertó de semejante caída libre. Bien, bien, todo bien.
A la soledad la llaman “la peste del siglo”. Y no es precisamente, la elegida, sino la que acomete cuando menos se la espera, como supongo ocurrirá con un huracán o un terremoto, sólo que uno sigue de pie, impertérrito, esperando que cese y vuelva la normalidad. Vuelve. Esta soledad contemporánea no se parece a la del desierto que buscaban los orantes para dialogar con lo sustancial y rozar lo insospechable. Se parece a una estación de subte donde miles de personas por hora transitan sin mirarse y penetran en vagones atestados para abrazarse con extraños en tormentos de un minuto y medio y un descanso; también a un hogar con un televisor en cada cuarto enfocando distintos canales mientras se cena en bandejas individuales. Se asemeja, si insistimos, a un solo televisor frente a una mesa con toda la familia reunida para comer. Sólo en los avisos y en voz alta, se pueden intercambiar comentarios breves, siempre que el pulgar no se esté ocupando de los mensajes del celular o no haya que controlar las novedades del facebook. ¡Mirá quién me escribió! Exclamación que no espera ni tiene respuesta.
No es la soledad del creador, poblada de personajes y objetos, de colores y recuerdos, de sensaciones y desvelos, de sueños y paisajes, de voces y olores, de pérdidas y recuperaciones…no. Más bien es la soledad de la computadora que “acompaña”, sin rostro o con rostro impalpable, el intercambio de personalidades que se inventan y reinventan, salvo excepciones, según el gusto del interlocutor.
Es la soledad de otro cine que se cierra por falta de espectadores. Es la soledad del apuro, del “más rápido, por favor”, del “yo te escucho mientras chateo, ¿dale?”, de las palabras que se van diluyendo hasta empobrecer y dejar lánguido, sin gracia, alicaído y mustio, al más rico de los idiomas latinos.
Es el escándalo de las malas noticias que entierran a mineros “sin salvación” mientras los mismos mineros sobreviven compartiendo cavidades más hondas y personales que las de la misma e impiadosa montaña.
Es aceptar que se vuelva popular lo intolerable y hasta festejarlo con una sonrisa. Es no denunciar a tiempo, no luchar por los derechos, no tener ni siquiera la fe de un solo y pequeñito Padrenuestro.
Es sospechar que el adolescente morocho que lleva la visera de adelante para atrás es un delincuente, pero aceptar que los rubios bien vestidos descartarán la violencia, en esa discriminación tan humana y miserable que suele acometernos, ¡tan a nuestro pesar!.
Es dejar que los chicos que van creciendo salgan a la madrugada y ¿qué puede hacerles un poco de cerveza? Y si se los encierra, igual se van… ¿a dónde se van? Es la soledad del sí y el no que se volatilizó en un todo vale total, redondo y sin límites…por supuesto.
Es la soledad del MP3 que autoriza a mantener la mirada lejana y desentenderse de los que caen, tropiezan, ruegan, murmuran, piden apoyo, se inclinan…
La soledad del saludo que se diluyó entre vecinos y no existe en minifalderas recepcionistas mascando chicles mientras terminan su charla telefónica personal, entre risitas chabacanas, antes de atendernos. Es la vendedora, ¿estará siempre mal paga?, que no tiene ganas de ayudarnos en la elección de un regalo y arroja prendas sobre el mostrador haciendo tamborilear los dedos mientras elegimos con su implícito “prontito, prontito…” ¿Habrá, en realidad, alguien ansioso, en esperarla?
Es la soledad del contestador automático y del identificador de llamadas para atender sólo a los interesantes, los demás, ¿será posible?, ¡justo ahora!, ¿qué querrá?
Es también los autores clásicos que ya no se editan y las carreras humanísticas con poco alumnado y el magisterio, ese sacerdocio abatido por los tiempos, al que cada vez se suscribe menos gente. Es la muchedumbre sin perfil. Caminando sin buscarse. Adelantándose sin metas. Empujando sin premuras.
Al menos, cuento con dos amigos solos que también retiran sus llaves de la cerradura, olvidando, como yo, que hay copias en las casas de los hijos y en la del encargado.
También suele despertarlos del estupor algún allegado, para desearles las buenas noches y renovarles la esperanza en un mundo mejor.
Noemí Carrizo

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